sábado, 21 de noviembre de 2009

Del Otro Lado

Sueño profundo. De repente, el despertador, que suena de una manera particularmente irritable. Estiro el brazo y lo callo con exageradas ganas de dejar de escucharlo. Me levanto, voy al baño, me lavo los dientes y me miro al espejo, para confirmar que el cansancio que siento en todo el cuerpo también se refleja en mi rostro. Me dirijo a la sala de estar, prendo la televisión, con el único objetivo de saber la temperatura que me espera afuera, y para enterarme si el tráfico juega a mi favor. Me visto apresurada, mientras el agua para el té se calienta. Intento peinarme de manera desinteresada. Tomo mi cartera, y en ella guardo los apuntes necesarios para las materias a cursar junto a mi lapicera azul. El agua hierve, corro a la cocina, preparo el apurado y precario desayuno. Con la mirada fija en algún punto que me preste comodidad dejo pasar unos minutos, mientras el vapor de la taza se esfuma a la altura de mi nariz. Me doy cuenta que no es tan temprano como creía, tomo el saco, las llaves, y me marcho. Camino unas cuadras hasta la parada del colectivo que me transporta hasta la facultad. Con suerte tarda unos pocos minutos. Levanto la mano, digo “uno veinte por favor” y al retirar mi boleto busco un asiento para poder apoyar mi pesada cabeza sobre la ventana y desde allí ir a donde mi mente desee.

Ésta es una de las millones de rutinas a la que cada habitante de la Gran ciudad se somete día a día. Todas son similares y quizás muy distintas a la vez. Cada cabeza está en su mundo, nadie se permite salir de ese círculo en el cual se mueve constantemente. Pues yo me pregunto, ¿hay alguien que se permita viajar hacia otra realidad?, ¿alguna vez alguien creyó en la existencia de una realidad diaria muy distinta a la que uno vive? Creer que todo el mundo se levanta temprano para trabajar o estudiar, que todos toman colectivos o subte para transportarse.
¿Pues nadie da lugar a la posibilidad de que alguien se levante a la mañana y no tenga para desayunar? Quizás lo creemos más lejos de lo que está.

Hay un hecho que viví hace poco tiempo que me acompaña cada día de mi vida. Parada en la puerta de mi casa, vestida para una importante ocasión, esperando que me pasen a buscar, con la expectativa en mente de una gran noche por delante, un niño con ojos oscuros y tristes se paró delante de mí y me miró fijo. Detrás de aquel pequeño hermoso aparecieron dos niñas y otros dos niños, uno de ellos estaba siendo cargado en los brazos de su madre, quien planeaba buscar comida para la cena en las grandes bolsas de basura que se encontraban estáticas sobre la vereda desde hacía ya algunas horas.

Aquella escena movilizó algo en mí. Pues la realidad que yo vivía en ese momento que me hizo creer que aquella noche sería una gran noche para todos, por la templada temperatura y por la brisa que golpeaba los rostros, se esfumó. ¿No había acaso una evidencia frente a mí que me estaba asegurando que indefectiblemente aquella noche, para algunos, sería una más y tal vez, una de las más tristes?

No sentí más que culpa y dolor al sentirme incapaz de hacer algo para ayudar a esa numerosa familia.

De eso se trata entonces, de viajar a otra realidad. De ver otros mundos, pero por sobre todo de animarnos a verlos. Sabemos que quizás no encontraremos una vida pintada de rosa, porque quizás sea gris oscura. Pero podemos esforzarnos por hacer que aquel temeroso gris se vaya aclarando de a poco.
Cuando queramos volver a “nuestra” realidad, es posible que se nos torne complicado. Es que al volver nada será lo mismo. Una vez que se ve algo muy distinto a lo que estamos acostumbrados, todo se modifica.

Paulo Coelho expresa con sus maravillosas palabras lo siguiente en “Cerrando círculos”, “Dite a ti mismo que no, que no vuelve. Pero no por orgullo ni por soberbia sino porque tu ya no encajas allá, en ese lugar, en ese corazón, en esa habitación, en esa casa, en ese escritorio, en ese oficio, tu ya no eres el mismo que se fue, hace dos días, hace tres meses, hace un año, por lo tanto, no hay nada a que volver”. ¿Volver? ¿A qué? Permitirse cambiar. No estancarse, ni quedarse ahí, en el mismo lugar donde siempre se estuvo. Avanzar, abandonar cosas y espacios a los que ya no pertenecemos. Crecer, cambiar, transformarse hasta desconocerse. ¿Viajar? Sí, viajar.
¿Duele marcharse? Marcharse igual. Pues si nos quedamos ahí, cuando pase el tiempo y miremos atrás ya no veremos nada conocido, nada a lo que podamos aferrarnos, porque nada nos va a pertenecer. La gente, los lugares, las cosas, todo se esfuma con el paso del tiempo. Por eso hay que renovarse y volver a arrancar.

Es un viaje que se emprende cuando se nos da vida y que se termina junto con ella. Atreverse a conocer lugares inimaginables. No por exóticos ni lejanos, aquellos lugares que esconden maravillas pueden pasar años a nuestro lado y nunca los descubriríamos si no fuese por el hecho de explorar y de animarse siempre a más.

Del otro lado siempre habrá una mano tendida, y hacia atrás habrá otra que nos despida. Moverse, pero nunca olvidar. Las miradas del pasado nos marcarán muchas veces lo que haremos en el futuro.

Generalmente, hay un momento o alguna palabra o alguna persona, o una simple situación en la vida que pone nuestro mundo patas arriba y lo desordena de tal forma que llegamos a ver las cosas como nunca creímos que la íbamos a interpretar.

Ese es el momento clave para entender que debemos elegir un camino. Podemos fingir no haber escuchado, ni haber visto o vivido algún momento y quedarnos sin hacer nada. O de lo contrario, podemos hacernos cargo e intentar cambiar aquello que vemos y no nos gusta, ya sea por nosotros o por alguien más. Para que al final de nuestra vida, en una recopilación de momentos, notemos que el mundo al que llegamos era uno, y el mundo del que nos vamos es otro.

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